El 16 de abril pasado la presidenta
peronista de Argentina, Cristina Fernández, anunció que el Estado
trasandino iba a tomar el control accionario de la petrolera YPF. La
medida no forma parte de una estrategia de recuperación de activos
públicos privatizados por el gobierno peronista de Carlos Menem, ni
de enfrentamiento con la penetración del capital extranjero en
Argentina (particularmente intenso en la minería, en el noroccidente
del país). Se trata de un ajuste de política económica destinado a
evitar que el congelamiento de las inversiones de Repsol YPF socavara
el apoyo popular a su gobierno y las bases del proyecto de
“capitalismo nacional” que impulsa el peronismo.
La ley N° 26.741, con la que
finalmente el congreso argentino aprobó para dar curso a la
“nacionalización”, que en realidad es sólo la toma de control
accionario mayoritario de la empresa, deja abierta la posibilidad de
concesionar la explotación de YPF a una compañía internacional que
esté en mejor situación financiera que Repsol, afectada seriamente
por la crisis en España y las necesidades de caja de su casa matriz.
La figura no es nueva. Bolivia, tras
nacionalizar el 100% de la propiedad de sus hidrocarburos, entregó
la explotación de éstos a grandes empresas energéticas
extranjeras, especialmente brasileñas y argentinas, las que enviaron
toda la producción a sus países para ser procesada. Como resultado
de ello, Bolivia debe importar la gasolina que consume, a un precio
más alto que el precio interno que usualmente se pagaba en el país.
En diciembre de 2010, el gobierno boliviano aplicó un alza de más
de un 70% del precio de la gasolina para corregir el déficit fiscal
que estaba provocando provocando este diferencial de precios. Llamado
por el pueblo boliviano el “gasolinazo”, hizo estallar una
gigantesca protesta contra la medida.
En su variante más ortodoxa, la figura
de concesionar la explotación de un recurso natural es también la
que utilizó el presidente chileno Sebastián Piñera en su Decreto Ley de febrero de este año para
las concesiones de explotación del litio del norte chileno.
No se trata pues, de una auténtica
“nacionalización”, tal como la entendemos los chilenos desde la
nacionalización del cobre por el gobierno de la Unidad Popular. En
las nacionalizaciones clásicas ocurridas en América Latina, el
Estado asumía la propiedad y la explotación de las empresas,
buscando de esta manera retener valor agregado en el propio país
para generar impactos positivos en la economía nacional.
En el caso de estas “nacionalizaciones
mentirosas”, los Estados buscan retener sólo la propiedad y sólo como
medio para incidir en forma más directa en las decisiones de la
explotación entregada al capital extranjero, especialmente de las
multinacionales. El carácter leonino de los contratos de explotación
sigue asegurando al capital transnacional la mejor tajada, pero
con la presencia del Estado como accionista mayoritario o único de
la propiedad.
En el caso argentino, la medida fue
acompañada de una fuerte campaña patriotera que la presentó como
si fuera una gran acción antiimperialista, campaña montada por el
aparataje de propaganda del kirchnerismo, la fracción mayoritaria
del peronismo. En Chile, hubo de parte de la mayoría de la izquierda
una adhesión acrítica y –diríamos– casi pavloviana a la
medida. Sin analizar mayormente la cuestión –y si la falta de
noticias claras al inicio fue un obstáculo, no lo eran los
antecedentes políticos del proyecto “nacional” kirchnerista–
pesó en la recepción política de la toma de control de YPF un
cierto “estatalismo” inconciente y no asumido. Algunos analistas
incluso prefirieron guiarse más por el enojo –esperable– de los
sectores neoliberales chilenos más ortodoxos que por el contenido
real de la medida llevada a cabo por el gobierno de Cristina
Fernández.
Sobre el poco disimulado y no asumido
estatalismo de la izquierda chilena, en el fondo se acepta sin
cuestionamiento el prejuicio ideológico burgués fundamental de que
el Estado es el representante de toda la sociedad. En algunos
autores, como Manuel Riesco, ese apego al Estado alcanza
características de verdadera apología, la que va acompañada
también de piruetas teóricas como la de caracterizar a la burguesía
chilena como "rentista" y hacer una apología
schumpeteriana de los "buenos capitalistas".
Lo que en Riesco es comprensible por su
filiación ideológica socialdemócrata, resulta incomprensible en
los militantes anticapitalistas, de los que uno no espera adopten ese enfoque acrítico
sobre el Estado. Pareciera haber cierta colonización ideológica desde el neoliberalismo, que es la matriz ideológica que plantea
la dicotomía mercado-Estado, ante lo cual se piensa que lo correcto es ponerse
automáticamente del lado del Estado.
Se ignoran así los innumerables
ejemplos desde el estallido de la crisis del 2008 que nos muestran
que la burguesía mundial recurre si es necesario al Estado como
instrumento para el salvataje de los negocios y las ganancias o para
acotar y ojalá socializar las pérdidas, como lo testimonian los
gigantescos y millonarios rescates a los bancos y empresas en riesgo.
No olvidemos que la propia dictadura pinochetista intervino los
bancos en 1982 para evitar el colapso del sistema financiero chileno durante la gran crisis de inicios de los 80.
La crisis mundial ha abierto una
coyuntura en la que la burguesía asume la necesidad de que el Estado
juegue un rol más activo que aquél al que lo relegaron en los
decenios anteriores. Lo que importa al final del día son las
ganancias y no la ortodoxia. Lo único que no se cuestionará serán las
posiciones ya conquistadas por el capital transnacional.
El neoliberalismo no es una fase del
desarrollo del capitalismo, sino un programa político, económico y
social, que constituyó la conciencia teórica de la gran ofensiva
del capitalismo transnacionalizado desde fines de los años 70. El
contenido de la fase actual del capitalismo es precisamente ese
carácter transnacional de la economía capitalista.
La crisis económica abierta el año
2008 es una crisis de la fase, de la base material del capitalismo
contemporáneo, no sólo una crisis del programa neoliberal. Es este
carácter de crisis de los propios fundamentos del sistema
capitalista el que está obligando a las distintas fracciones de la
burguesía mundial a buscar remedios. Para ello se apartarán incluso
de la ortodoxia neoliberal si es necesario. Esto tomará la forma de
relevos políticos al interior de la burguesía, ya sea como
alternancia dentro del duopolio tradicional (es lo que vemos en el
caso de Francia) o como un nuevo proyecto de inserción en el
capitalismo transnacional. Es el caso de Argentina y su proyecto de
“capitalismo nacional”, que ha sido caracterizado por los
pensadores críticos del continente como “neodesarrollismo”.
Los contornos políticos de este
neodesarrollismo quedan bien ilustrados por las “nacionalizaciones
mentirosas”: no se altera el sometimiento al capital transnacional,
pero se busca cambiar las condiciones más onerosas de subordinación
para otorgarle a la burguesía criolla – sometida y nunca opositora
de ese capital transnacional – más herramientas políticas, en
especial en materia de política social, para reconstruir el consenso
interno.
¿Puede tener algún impacto el
neodesarrollismo en Chile? Al respecto, no debemos olvidarnos de la diferencia en los tiempos
históricos en que se produjo la nueva articulación
con el capitalismo transnacionalizado, vía imposición del programa
neoliberal. En Chile, el neoliberalismo empieza a imponerse a fines
de los años 70, como parte del proyecto refundacional de la
dictadura. En Argentina, el programa neoliberal es llevado adelante
por Carlos Saúl Menem en los años 90, con el apoyo entusiasta,
entre otros, del gobernador peronista de Santa Cruz, Néstor
Kirchner, y su esposa Cristina Fernández. El corralito y el
estallido popular argentino del año 2001 ya ocurrieron en Chile 20
años antes. Ya tuvimos un cambio de proyecto político destinado a
legitimar el capitalismo con los gobiernos concertacionistas, de los
cuales el kirchnerismo es, más o menos, un equivalente funcional.
Algo similar puede decirse de los gobiernos del PT en Brasil y del
Frente Amplio en Uruguay.
No hay que olvidar tampoco las diferencias en los niveles de
profundidad de las reformas neoliberales, que en Chile fue quizá el
mayor de todo el planeta. No es el caso de Argentina, donde pese a
las privatizaciones el Estado, federal, siempre conservó un peso mucho mayor.
Sólo como ejemplo, las grandes universidades públicas nunca dejaron
de ser gratuitas.
Un proyecto político alternativo en
Chile no puede venir de la vertiente neodesarrollista, ni de un
fantasmal y ambiguo “gobierno de nuevo tipo”, sencillamente
porque las fuerzas políticas y sociales que están detrás de la
Concertación 2.0 no tienen como conjunto la voluntad de enfrentarse
al capital trasnacional; tampoco existen los espacios estructurales
para ajustes neodesarrollistas.
La verdadera alternativa sólo puede
provenir de un bloque político y social que reúna a los
trabajadores y al conjunto del pueblo para avanzar con la voluntad
política de enfrentarse al gran capital transnacional y a sus socios
locales. Sólo tal bloque puede tener la disposición política para
renacionalizar las riquezas naturales en una nacionalización de
verdad, no una farsa como la de Cristina Fernández; tener la
voluntad de desmantelar la mercantilización absoluta de la vida de
los chilenos, proponiéndose entregar salud, educación y otros
servicios esenciales de forma gratuita, financiados en forma
solidaria por el conjunto del país; impulsar el restablecimiento del
derecho a huelga para todos los trabajadores, sin importar el tipo de
relaciones juridicas que tengan con el capital; generar una nueva
institucionalidad por la vía de una Asamblea Constituyente impuesta
por la fuerza de la lucha popular.
I. Vitta
VITTA LO DIJO, BUEN ARTICULO, CREO K CONVERSAMOS EL TEMA Y ESTÁBAMOS DE ACUERDO, Y BUENO, EL TIEMPO TERMINÓ DANDO LA RAZÓN..
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