viernes, 24 de enero de 2014

La Haya: el “mal vecindario” pasa la cuenta



En los próximos días va a conocerse el fallo del Tribunal Internacional de La Haya sobre el diferendo de límites marítimos entre Chile y Perú. Más allá de los pormenores del resultado, este episodio –al que debemos agregar el anuncio de Bolivia de recurrir al mismo tribunal para exigir solución al enclaustramiento marítimo que sufre desde hace más de un siglo– constituye un serio revés de la política exterior chilena.

Desde el retorno de los gobiernos civiles en 1990, la diplomacia chilena se ha caracterizado por un desprecio olímpico por los asuntos de América Latina, a la que, en un gesto de enorme soberbia y prepotencia, se motejaba de “mal vecindario”, mientras en paralelo se calificaba a nuestro propio país de “alumno aplicado” (del consenso de Washington y las recetas neoliberales, se sobreentiende).

Desde 1990, la política exterior chilena ha sido una política de mercachifles y tenderos que salen a buscar mercados para sus uvas, manzanas y berries. Por lejos, la principal preocupación de la diplomacia chilena la constituyó la búsqueda de acuerdos comerciales que abrieran los mercados de ultramar para los bienes primarios que forman nuestra canasta exportadora. En la medida que los principales objetivos eran EEUU, la Unión Europea y los mercados asiáticos, la prioridad comercial resultó en una muy baja prioridad diplomática para América Latina.

Como contrapartida, una de las principales señales políticas de Chile hacia América Latina ha sido su desorbitado gasto militar, el tercero de Sudamérica tras Brasil y Colombia.

A este cóctel de soberbia, desinterés hacia la región y lo que es percibido como una carrera armamentista, se agrega además el desprecio hacia demandas políticas de los países fronterizos, ante las cuales nuestro país se ha refugiado en una postura puramente jurídica, eludiendo los debates de fondo.

Esta actitud de la diplomacia chilena no es el fruto de tales o cuales características personales de quienes han estado a cargo de las relaciones exteriores con América Latina. La política exterior chilena es la prolongación en el espacio internacional de los objetivos políticos internos del bloque dominante, que a su vez están determinados por el patrón de acumulación capitalista primario-exportador instaurado por la dictadura y profundizado por los gobiernos civiles.

Durante la dictadura esta política exterior no tuvo ocasión de manifestarse, pues las prioridades de los cancilleres de la tiranía estaban en enfrentar el aislamiento internacional del régimen pinochetista. Al asumir los gobiernos civiles de la Concertación, despejada la variable de estabilidad y legitimidad institucional del gobierno chileno del escenario internacional, comenzó a aplicarse la política centrada en abrir mercados y atraer inversión extranjera, acompaña de las muestras de soberbia y prepotencia mencionadas, que corrían en paralelo al sometimiento a los dictados de los centros financieros internacionales.

La participación reciente de Chile en espacios de integración regional, como UNASUR o el CELAC, es muy insuficiente, porque carece de convicción profunda; ha estado marcada más por la necesidad de hacer frente y plantear alternativas al “populismo” –los proyectos políticos antiimperialistas del subcontinente– que por objetivos de largo plazo.

El Perú, que desde mediados de los años 90 empezó un proceso acelerado de asimilación de las recetas neoliberales, ya a mediados de la década pasada alcanzó tasas de crecimiento que superaron a las de Chile. Se transformó en competidor directo de nuestro país como exportador y como plataforma para atraer inversión extranjera. Una cuota importante de dichas inversiones corresponde a empresas chilenas, como LAN o Falabella, que han sido atraídas por el dinamismo de la economía peruana. Es en este contexto que la burguesía del Perú ha venido desarrollando una activa política exterior.

Por lo tanto, la demanda peruana no está motivada por el revanchismo ni el resentimiento, como caricaturiza la prensa chilena, sino por intereses políticos y económicos que se unen con y resignifican los recuerdos de la Guerra del Salitre. Es parte de la competencia económica entre las burguesías chilena y peruana por atraer el favor del capital transnacional.

Una política de integración regional soberana sólo puede nacer de un modelo de desarrollo y de fuerzas sociales distintas a las que hoy dominan en el país. Es necesario dejar atrás el capitalismo neoliberal y retomar la senda de soberanía nacional interrumpida en 1973, comenzando con la recuperación de los recursos naturales y los sectores económicos estratégicos, con el protagonismo de los trabajadores y los pueblos de Chile.

Se trata en definitiva de pasar del enfrentamiento entre pueblos hermanos al enfrentamiento conjunto con el verdadero enemigo, el imperialismo y sus aliados, las burguesías locales. En ese camino, los pueblos de Chile y Perú marcharemos unidos.

viernes, 10 de enero de 2014

El pueblo te llama Michelle





En las elecciones presidenciales de 1946, Pablo Neruda dedicó unos versos al candidato radical Gabriel González Videla, apoyado por el Partido Comunista: “Desde la arena hasta la altura,/desde el salitre a la espesura,/el pueblo te llama Gabriel,/con sencillez y con dulzura/como a un hermano, hermano fiel”.



El resto de la historia es conocido. Con el inicio de la Guerra Fría, González Videla se alineó con Washington e ilegalizó al PC. La política de alianzas con la burguesía “democrática”, levantada por el PC desde los años 30, se reveló como una ilusión y terminó en un completo fracaso.



Aunque no es probable un desenlace tan catastrófico, las mismas ilusiones se repiten hoy con el apoyo del PC a Michelle Bachelet y su decisión de entrar a formar parte del gobierno de la Nueva Mayoría (la antigua Concertación más el PC). En el pleno del Comité Central realizado el 21 de diciembre pasado, el PC fija su postura partiendo de varios supuestos falsos.



El primero de estos supuestos es que el programa de Bachelet “propone una transformación estructural del país, actuando sobre tres ejes principales: Nueva Constitución, Reforma Educacional y Reforma Tributaria”. Cualquier examen del programa revela que éste deja intocados pilares fundamentales del capitalismo neoliberal instaurado por la dictadura y profundizado por los gobiernos de la Concertación. Los cambios que se plantean no proponen terminar con el modelo, sino, como reconoció Ricardo Solari al diario español “El País” el 1° de Diciembre pasado, salvarlo: “lo único que pone en riesgo el modelo chileno es no hacer cambios”.



En primer lugar, el programa no propone cambios en aspectos como la legislación minera (ni menos revertir el 70% de privatización del cobre), las ISAPRES, las AFP y su régimen de capitalización individual ni el código del trabajo (Fundación Sol ha calificado las medidas laborales del programa de Bachelet como “tibias”).



En segundo lugar, en las áreas en que el programa sí plantea cambios, éstos vienen con letra chica. La Reforma Tributaria se acompaña de una reducción de los impuestos a los más ricos desde el 40% al 35%: con la “reforma” de Bachelet, Andrónico Luksic pagará menos impuestos.



En la Reforma Educacional, se busca legitimar las posiciones que ha conseguido la educación privada por el medio espúreo de declararlas “de interés público”, siguiendo un engendro conceptual denominado “régimen de lo público”, pergeñado por ideólogos concertacionistas como Alfredo Joignant, inspirado en las políticas del neolaborismo de Tony Blair para privatizar servicios sociales británicos.



En materia constitucional, la redacción de la nueva constitución quedará en manos del parlamento binominal, condimentada con “consultas” a los actores sociales que no son ni vinculantes ni resolutivas, un escenario similar al que fue en su momento la Comisión Asesora Presidencial por la Educación, creada por Bachelet para desmovilizar la rebelión de los pingüinos y terminar pactando la LGE con la Alianza.



Ése es el programa que el PC ha hecho suyo y al que jura lealtad política: el programa de la burguesía “progresista” para reconstituir la gobernabilidad del capitalismo neoliberal.



El segundo y decisivo supuesto del PC se deduce de lo siguiente: “debe quedar claro que no surge del programa un cuestionamiento del capitalismo como sistema. No se visualiza la contradicción Capital – Trabajo como la generadora principal del conflicto social”.  No es el momento de poner en el centro la contradicción capital-trabajo y por lo tanto hay que subordinarse a la “burguesía democrática”.



La del PC es la posición clásica del menchevismo: en una revolución democrática, el partido obrero debe subordinarse a la burguesía. El Lenin de “Dos tácticas” y el Marx de “Mensaje del Comité Central a la Liga de los comunistas” proponían algo diametralmente opuesto: en una revolución democrática, el proletariado debe ir mucho más allá del programa que está dispuesto a respaldar la “burguesía democrática” y debe mantener una orientación política independiente.



Es lo mismo que dice la experiencia latinoamericana reciente: la Revolución Bolivariana del Comandante Chávez pudo avanzar porque desde el principio rompió con el COPEI y Acción Democrática, el socialcristianismo y la socialdemocracia venezolanos, avanzando con su propio programa de reformas democráticas radicales de horizonte emancipatorio.


Allí donde del PC plantea subordinación, la izquierda anticapitalista debe plantear la independencia del movimiento social. Allí donde aquél se limita al programa de la burguesía “progre”, la izquierda anticapitalista debe levantar las demandas más avanzadas del movimiento social, aquéllas que rompen efectivamente con los pilares del capitalismo neoliberal: Asamblea Constituyente, renacionalización del cobre, fin de las AFP, educación y salud gratuitas y otras medidas realmente de fondo, que deben volver a sonar fuerte en las calles desde marzo.


Iván Vitta